La corrupción ha dejado de ser un concepto abstracto en Panamá. Según la Cámara de Comercio, Industrias y Agricultura, hoy compite directamente con el desempleo como principal preocupación nacional. No es una percepción aislada: actualmente, veinte proyectos de ley con enfoque anticorrupción reposan sin discusión en la Asamblea Nacional. Mientras tanto, la ciudadanía acumula frustración, y el silencio legislativo se convierte en un costo político que puede ser irreversible.
Desde hace años, distintos sectores de la sociedad civil, gremios empresariales y organismos internacionales han señalado la urgencia de fortalecer los controles institucionales. No obstante, en el Órgano Legislativo, el tema parece no formar parte de las prioridades. La pasividad frente a estas iniciativas no solo mina la confianza pública; transmite un mensaje peligroso: que las reglas del juego democrático pueden postergarse indefinidamente si resultan incómodas para quienes ostentan el poder político.
El Parlamento tiene una responsabilidad histórica que no puede seguir evadiéndose. Más allá de sus funciones de fiscalización y debate, la Asamblea representa el espacio natural para procesar las demandas ciudadanas. Cuando ese canal se bloquea —por indiferencia, cálculo político o falta de voluntad— el malestar social se convierte en desafección estructural. Y sin representación legítima, no hay institucionalidad que resista.
Panamá vive hoy una crisis de legitimidad institucional que abarca a todo el espectro político. No se trata solo de la pérdida de confianza en los partidos tradicionales; también los movimientos independientes enfrentan cuestionamientos por su falta de impacto real en la agenda legislativa. La percepción ciudadana, cada vez más extendida, es que el clientelismo, la opacidad y la falta de consecuencias siguen siendo la norma.
La inacción legislativa frente a la corrupción tiene efectos que van mucho más allá de la ética pública. Desincentiva la inversión privada, erosiona la cohesión social y genera inestabilidad jurídica. Ningún país puede sostener su desarrollo sobre instituciones percibidas como cómplices o incapaces de autorregularse. En ese vacío, crecen la apatía y la desesperanza, dos ingredientes altamente corrosivos para la democracia.
No se trata de esperar soluciones mágicas ni de ignorar la complejidad política del momento. Pero sí resulta legítimo —y urgente— exigir señales claras desde el Legislativo. Enfrentar la corrupción requiere valentía política: aprobar reformas, fortalecer mecanismos de rendición de cuentas y sancionar con firmeza a quienes traicionan el mandato público. Lo contrario —seguir postergando decisiones fundamentales— solo perpetúa un círculo vicioso del que cada vez será más difícil salir.
Frente a esta inercia, el ciudadano no está condenado a la resignación. La democracia ofrece un recurso tan poderoso como pacífico: el voto. Si los actores actuales eluden su compromiso con la transparencia y la integridad, será responsabilidad del electorado pasar la factura en las urnas y promover el relevo de quienes han demostrado no estar a la altura. No se trata de castigar por castigar, sino de renovar el pacto de representación con figuras dispuestas a actuar, no solo a prometer.
La Asamblea Nacional aún está a tiempo de corregir el rumbo. No con discursos ni promesas vagas, sino con acciones verificables y compromisos públicos. La confianza ciudadana no se decreta: se construye con coherencia, apertura y responsabilidad institucional. El costo de mirar hacia otro lado puede parecer invisible hoy, pero será tangible mañana, cuando la gente deje de creer —no ya en los diputados— sino en la propia democracia.
El autor es máster en administración industrial.



