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Reducir la desigualdad sin quemar la selva: una defensa del capitalismo transparente

Uno de los mayores desafíos que enfrentan ciertas industrias es su tendencia a volverse extractivas: enclaves económicos que proyectan una ilusión de prosperidad mientras canalizan los beneficios reales hacia un círculo reducido de aliados del gobierno y élites empresariales. En lugar de proteger al país de la desigualdad y la exclusión, las profundizan.

Y no —la idea gastada de que “la desigualdad no es un problema; el problema es la pobreza” no se sostiene. Eso equivale a decir que un incendio es solo un problema de temperatura. La desigualdad no es simplemente que una parte de la sociedad esté rota; es un sistema diseñado para que unos pocos compren fincas del tamaño de pequeñas naciones mientras el resto discute si un pedazo de pan cuenta como cena.

La pobreza es una condición. La desigualdad es una relación, una donde los de arriba insisten en que está lloviendo mientras son ellos quienes sostienen la manguera.

Esta forma de pensar también asume que basta con “elevar a los pobres”, como si la acumulación de riqueza, la evasión fiscal y la captura del poder político fueran meras excentricidades y no formas de parasitismo estructural. El problema no es solo económico. Es de poder, de estructura y de decisiones deliberadas.

Las industrias extractivas —especialmente la minería y la agricultura monocultiva— rara vez resuelven problemas profundos. En el mejor de los casos, permiten a los gobiernos cubrir crisis con efectivo a corto plazo, objetivos cambiantes y métricas superficiales. La política caótica de los gobiernos recientes puede parecer incoherente, pero en realidad este patrón no es nuevo: solo ha empeorado en grado, no en naturaleza.

Esperar coherencia total en las políticas dentro de una democracia es no entender la política misma: las personas cambian, las prioridades evolucionan y la forma de entender los problemas nunca es fija. Cuando una mina se vende como una solución mágica para reducir la desigualdad o impulsar el desarrollo, lo que suele generar son expectativas infladas y una decepción inevitable.

En la mayoría de los casos, este enfoque fracasa porque el problema central —la desigualdad— está mal definido y cambia constantemente según las mareas de las finanzas globales. Ignorarlo no lo hace desaparecer. Tarde o temprano, sus consecuencias llegan.

Reducir la desigualdad es como cazar a un tigre antropófago: ignorarlo es un suicidio, pero prender fuego a la selva —como a veces proponen proyectos socialistas mal concebidos— destruye el ecosistema económico del que dependemos. El camino más inteligente es el del capitalismo participativo: un modelo que aprovecha la caza para fortalecer al pueblo, no para arrasar.

Es decir, una economía donde el capital y la ciudadanía comparten beneficios, donde la transparencia reemplaza el privilegio, y donde la riqueza no se concentra, sino que circula.

Si el capitalismo es el motor, la transparencia debe ser su aceite. En lugar de permitir que las regalías desaparezcan en el vórtice habitual de contratos opacos y clientelismo político, los proyectos extractivos deben estar obligados a rendir cuentas a sus verdaderos accionistas: cada panameño.

La supervisión debe ser real, no un teatro ministerial. Es necesario crear un comité de vigilancia permanente compuesto por actores nacionales: representantes estatales, líderes sociales de confianza, ONG independientes, líderes religiosos locales y auditores del sector privado. Este organismo debe tener poder legal para solicitar documentos, encargar auditorías y recomendar sanciones.

Esto no es socialismo disfrazado. Es disciplina de mercado: reducir la corrupción, aumentar la confianza de los inversores y transformar ingresos excepcionales en capital duradero; capital que alimente un Fondo Soberano destinado a apoyar pequeñas empresas y sembrar una verdadera diversificación económica.

Si queremos una economía que funcione para más que el 1%, debemos dejar de fingir que la desigualdad es inevitable —o invisible—. Hay que exponerla, mitigarla y rediseñar los sistemas que dependen de ella para funcionar.

El autor es abogado.


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