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Polarización en la era de las redes sociales

Las redes sociales fueron originalmente concebidas para unirnos en la distancia. Sin embargo, hoy se han convertido en campos de batalla donde se libran guerras ideológicas que escalan desde la discrepancia hasta el odio visceral. Este fenómeno no es abstracto: tiene consecuencias tangibles que erosionan nuestra salud mental, quebrantan la convivencia social e impactan incluso en nuestra seguridad física.

Un ejemplo claro lo observamos en las ideologías extremas de la ultraderecha y de la izquierda radical, que han encontrado en las plataformas digitales el caldo de cultivo perfecto. Su objetivo no es convencer, sino movilizar ejércitos digitales que actúan como mercenarios contra sus adversarios. El conflicto en Gaza resulta otro ejemplo devastador: en lugar de fomentar diálogos que conduzcan a soluciones, las redes han simplificado la tragedia a una cuestión binaria. Quienes osan matizar son inmediatamente linchados digitalmente, como si la compasión por las víctimas de un bando anulara automáticamente la concerniente al otro. Esto nos lleva a una pregunta crucial: ¿están las redes sociales deshumanizándonos?

En este contexto, la desinformación actúa como el combustible perfecto para la maquinaria de polarización, impulsando su transición de la ira al odio. Noticias falsas, videos editados —o incluso alterados con inteligencia artificial—, entrevistas sacadas de contexto y teorías conspirativas circulan sin control alguno, creando realidades alternativas que justifican la radicalización. Este proceso traspasa inevitablemente la barrera de lo digital: hemos sido testigos de cómo agresiones físicas y hasta asesinatos encuentran su origen en campañas de odio previamente viralizadas. Así, las palabras en redes se convierten en dagas y, luego, en misiles.

Panamá no es ajeno a este fenómeno. Durante el debate de las reformas a la seguridad social, algunos gremios adoptaron posturas de “todo o nada” —de calle arriba y calle abajo, para ser más autóctonos—, utilizando las redes para satanizar a quien osara pensar diferente. La misma lógica se repite con el tema minero, donde expresar cualquier matiz nos convierte inmediatamente en “vendepatrias” o “ecoterroristas”. Hemos perdido la capacidad de discernir entre un adversario legítimo y un enemigo existencial.

También hemos permitido que influencers, modas efímeras y artistas nos arrastren a radicalizarnos sobre temas completamente banales. Nos convertimos en haters que, escondidos tras una pantalla, descargamos sobre desconocidos una bilis digital que en la vida real jamás nos atreveríamos a expresar. Opinar con rabia se ha convertido en un deporte sangriento donde el objetivo simbólico es “sacarnos las tripas” con quien piensa distinto.

Detrás de esta dinámica no solo hay reacciones espontáneas: opera toda una industria del odio alimentada por granjas de bots. El mecanismo es perverso: alguien publica un contenido, reaccionamos —con indignación o ironía—, e inmediatamente un enjambre digital de cuentas falsas amplifica el conflicto, buscando engancharnos en una espiral de emociones tóxicas. Si rastreáramos los perfiles que interactúan con nuestros comentarios, descubriríamos con alarma que más de la mitad suelen ser cuentas automatizadas o falsas.

El verdadero peligro está en cómo normalizamos esta lógica, incluso en lo intrascendente. Cada vez que nos enfrascamos en estas batallas absurdas, no solo perdemos el tiempo: estamos alimentando voluntariamente la economía de la identidad tribal que sustenta el modelo de negocio de las plataformas. Somos nosotros, con cada clic iracundo, quienes hemos convertido el odio en el combustible más rentable de internet.

Frente a esta vorágine digital, la salida exige acción consciente: diversificar nuestras fuentes de información, practicar la pausa reflexiva antes de reaccionar y exigir transparencia algorítmica. Es fundamental recuperar el diálogo cara a cara y educar en el pensamiento crítico. Las redes no desaparecerán, pero sí podemos transformar nuestra relación con ellas.

El antídoto no es la simple desconexión, sino la reconexión con nuestra humanidad compartida, recordando que detrás de cada avatar late alguien tan complejo y vulnerable como nosotros. La elección entre el grito y la escucha —entre el odio y la empatía— sigue siendo, irrevocablemente, nuestra.

El autor es administrador de empresas.


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