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Patria de los formularios eternos: reflexiones de una mortal en la fila del Seguro

Dicen los libros de historia que Esparta se forjó a punta de disciplina y convicción. Que los espartanos no lloraban, no se quejaban y, si sangraban, lo hacían con orgullo por su polis. Mientras tanto, en esta república tropical con brisa de caos administrativo, yo también lloré —pero no por la patria—, sino porque casi me toca morir en la fila del Seguro Social.

Ahí estaba yo, ilusionada, con mi receta en mano como quien sostiene un diploma al mérito ciudadano. “Ya casi me toca”, pensé, con esa fe absurda que solo puede tener una mujer que todavía cree que algo va a funcionar. Pero la batalla no era contra los persas, sino contra el sistema. Ese monstruo invisible que sonríe con voz burocrática y dice: —“No, mañana… o el otro mes… le avisamos. ”Y no, nunca llaman. Jamás.

Y mientras lo dicen con la naturalidad de quien anuncia el clima, una se pregunta si la palabra patria es orgullo o solo una broma cruel disfrazada de bandera. Porque amar este país a veces duele. Duele más que las várices de estar tres horas de pie esperando a que alguien te diga si la medicina que pagaste con tus impuestos existe o no.

Y por si fuera poco, ahí está él —el típico panameño ejemplar— diciendo con tono moralista:—“Yo no me voy a colar jamás, eso no se hace. ”Cinco minutos después, se cuela… “solo para sentarse un momentito”.

Ahí, justo en ese gesto mínimo, se resume toda nuestra tragedia nacional. No es el sistema: somos nosotros, los que lo mantenemos con cada excusa disfrazada de astucia.

En Esparta, el ciudadano servía al Estado. En Panamá, el ciudadano sobrevive a pesar del Estado. Porque aquí la heroicidad se mide por resistencia: resistir el calor, resistir la burocracia, resistir el “se cayó el sistema”, resistir la tentación de no gritar cuando la impotencia te llega al pecho.

Y mientras lloraba en aquella fila, se oían las gloriosas bandas patrias desfilando allá afuera. Celebrando mi patria, mientras yo hacía patria esperando una firma. Ironías del trópico: la música de fondo era el himno del país que me enseña a tener paciencia como si fuera virtud.Y pensar que, para esos mismos instrumentos, yo ayudé con rifas porque nunca llegó la plata. Los mismos que prometieron darla hoy esperan en la tarima, bañados en poder y prosperidad.

Esa danza de millones —la coreografía más ensayada del país— solo la bailan ellos.Ya sé por qué bailan tanto y lloran al oír las bandas y dianas: porque disfrutan las fiestas patrias mientras devoran todo el banquete de la patria próspera. Ironía fina, deliciosa y cotidiana: para ellos, la celebración tiene sazón de poder y abundancia; para nosotros, la paciencia sabe a fila interminable.

Y yo, desde mi fila eterna, me pregunto si no será eso también una forma de humildad nacional. Porque aquí “ser humilde” significa aguantar, callar y agradecer que no te griten.Quizás formar fila en el Seguro sea parte de esa humildad.O tal vez solo sea el reflejo de que ya ni sabemos qué significa.Ironías elegantes de la cotidianidad: unos desfilan, otros esperan; unos gritan “¡Viva Panamá!”, otros apenas pueden decirlo sin tragarse la rabia.

Entonces una comprende que la patria no está en los desfiles ni en los himnos coreados con ron en la mano y lágrimas que ya nadie sabe si son de orgullo o de rabia. La patria, si existe, está en la fila del Seguro, donde la gente todavía espera —con fe casi religiosa— que el país funcione. Esa es nuestra liturgia moderna: rezar para que haya acetaminofén.

Nos faltó entender que amar la patria no es colgar la bandera en noviembre ni emocionarse con fuegos artificiales mientras los hospitales se caen a pedazos. Nos falta educación cívica, ética pública y un poquito de vergüenza nacional. Pero, sobre todo, nos falta coherencia: queremos un país escandinavo con la cultura del “yo tengo un primo que me resuelve”.

Nos burlamos del sistema, pero el sistema somos nosotros: los que no exigimos, los que aplaudimos lo mediocre, los que callamos porque “así es aquí”. Y mientras tanto, seguimos escribiendo indignación en redes como si eso bastara para redimirnos. Pero no cambia. Porque no queremos cambiar.

¿Y qué dirían los espartanos políticos de todo esto? Probablemente soltarían una carcajada seca y dirían: —“En Esparta, el que no servía al pueblo, servía al olvido. ”Aquí, en cambio, el que no sirve… se reelige.

Panamá, país donde la meritocracia muere en la ventanilla tres. Donde la ética es un lujo, la decencia una excentricidad y la paciencia una forma de tortura nacional. Donde la mujer que piensa se siente extranjera y la que calla, heroína.

Así que escribo. Escribo para ahogar la pena de estar en un país que jamás entenderá la opinión idealista, lógica y sincera de esta simple mortal… criticada, por supuesto, por otro idealista sin lógica alguna.

Y para colmo, mi ego y mi autoestima se alimentan únicamente de los comentarios de mi columna —lo confieso con ironía—. Porque responderles es casi un deporte nacional: ellos atacan sin leer, repiten mi premisa como si fuera argumento propio, y cuando se quedan sin lógica forman grupitos de anónimos dolidos para que el eco de su ofensa les haga compañía. Todo gira en torno a ellos y para ellos, aunque nunca se pregunten quién creó el sistema ni quién lo sostiene.

Intento explicarlo, intento razonar por qué no cambia, pero claro… la culpa es mía.Y aun así, algunos me halagan con tanto entusiasmo que casi me suben al cielo con mis ensayos —ensayos que, créeme, son mejores que ellos, aunque yo no esté compitiendo—.

Pero dolida estoy, porque sé que muchos ya no comentarán, y entre ellos están los mismos que nunca aportaron nada útil. En fin… que viva Panamá.

Sigo aquí, en la fila del Seguro, con mi alma espartana, el rímel corrido y la esperanza doblada dentro del bolso. “Viva Panamá”, digo entre dientes, con una sonrisa torcida y un cansancio que ya es parte del ADN nacional.

Quizás hoy me digan que sí hay medicina.O quizás no. Pero igual lo diré —“¡que viva!”— aunque duela, porque esta patria absurda, hermosa y agotadora sigue siendo la mía.

Y si algo aprendí de los espartanos, es que se lucha hasta el final… aunque la lanza sea una receta sellada y la guerra se libre en la ventanilla.

Aunque digan, con aire ilustrado y superior, que hay que globalizarla. Eso sí sería ironía pura.

Porque aquí, aunque la palabra patriotismo suene ya obsoleta, nos lanzan a la cara la “globalalización de la patria” como si al ponerla en vitrinas internacionales dejara de ser nuestra responsabilidad. Traducido: “no importa que el país funcione mal, importa que mi ego y mi sentido de superioridad parezcan cosmopolitas”. Es un acto egocéntrico de desmerecimiento nacional disfrazado de modernidad, y lo mejor: alimenta el mismo sistema de jerarquías que nos mantiene en la fila del Seguro, con la esperanza torcida y la paciencia como castigo.

La globalización, en su versión más irónica y elitista, no es compartir progreso ni cultura; es aplaudirnos a nosotros mismos mientras los demás seguimos contando acetaminofén.

Es la versión 2.0 del “yo tengo un primo que me resuelve”, pero con corbata y discurso académico.Ironía fina: pretendemos elevar el país en términos abstractos, mientras en lo concreto seguimos bailando, llorando y formando filas que solo confirman que la patria —esa palabra polvorienta, traicionera y hermosa— sigue siendo nuestra, aunque algunos no soporten que la pensemos, critiquemos o simplemente recordemos.

Soy mujer panameña, patriota resiliente, con la fe absurda de que podemos cambiar. Claro que probablemente no va a pasar. Aunque mi patriotismo sea una reliquia obsoleta.

Aunque algunos crean que globalizarla es suficiente para sentirse dioses de la moral y la jerarquía. Y aun así… digo: “¡que viva Panamá!”, con la sonrisa torcida, el rímel corrido y la ironía intacta.

La autora es profesora de filosofía.


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