Cada diciembre —y también cada vez que aparece un diente bajo la almohada— vuelve la misma pregunta: ¿está bien hablarles de Santa, de los Reyes Magos, del Ratón Pérez o del Hada de los Dientes? ¿O es, acaso, una forma de engañarlos?
La respuesta corta es no. La respuesta honesta es aún más hermosa: no les estás mintiendo, estás acompañando su infancia desde el lenguaje que ellos sí pueden comprender.
Entre los 2 y los 7 años, los niños viven una etapa fundamental del desarrollo llamada pensamiento mágico. En este periodo, el cerebro infantil mezcla fantasía y realidad para entender el mundo. No porque no puedan razonar, sino porque así es como su mente procesa lo desconocido, lo emocionante y también lo que les da miedo. Los dragones, los superhéroes, los monstruos debajo de la cama y los personajes mágicos cumplen una función: ayudarles a poner nombre a emociones grandes, a ensayar explicaciones y a expandir su imaginación.
Desde la mirada adulta, insistimos en separar lo “real” de lo “imaginario”. Pero para un niño pequeño, esa frontera todavía no existe. Y no debería existir. La fantasía no los confunde; los sostiene.
Santa no es solo un señor con barba. Los Reyes no son solo regalos. El Ratón Pérez no es solo una moneda bajo la almohada.
Son rituales. Son símbolos. Son historias compartidas que dicen algo mucho más profundo: el mundo puede ser bueno, sorprendente y generoso.
Aproximadamente después de los 7 años aparece, de forma progresiva, el pensamiento lógico. Es cuando los niños empiezan a preguntar más, a dudar, a notar inconsistencias, a “atar cabos”. Y aquí viene un mensaje importante para los adultos: este proceso no ocurre de un día para otro, ni es igual en todos los niños. Algunos sospechan antes; otros prefieren creer un poco más, incluso cuando ya intuyen la verdad. Y eso también está bien.
Cuando llega el momento de saber, la magia no se rompe. La magia se transforma. Lo que cambia es su rol: el niño deja de ser solo receptor y empieza a convertirse en cómplice de la magia, especialmente para los niños más pequeños de la familia.
Poco a poco, comienza a entender cómo se crea esa magia. Descubre que detrás de esos personajes había amor, intención, tiempo y complicidad. Y eso no genera desilusión; genera comprensión.
En consulta, y también como mamá, he visto algo hermoso: los niños no se quedan con “me engañaron”. Se quedan con “qué lindo lo que hicieron por mí”. Con la sensación de haber sido cuidados, celebrados y amados. Eso es lo que permanece en la memoria emocional.
La infancia no recuerda los detalles exactos del juguete, del regalo o de la moneda. Recuerda el ritual: la carta escrita con ilusión, la noche de nervios antes de dormir, el brillo en los ojos al despertar, la risa compartida, los besos, los abrazos. Recuerda cómo se sentía.
Y algún día, casi sin darse cuenta, esos niños serán quienes escondan un regalo, escriban una carta, dejen una moneda bajo una almohada o sostengan la ilusión de alguien más. No porque se los enseñaron con una lección teórica, sino porque lo vivieron.
Así que no, no les estás mintiendo a tus hijos. Les estás hablando en el idioma de su etapa, de su cerebro y de su corazón. Les estás regalando recuerdos, emociones y un refugio seguro donde la imaginación puede florecer.
La magia no engaña. La magia acompaña. Y cuando se transforma, deja huellas que perduran toda la vida y se comparten.
La autora es pediatra.

