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La chinguia, trampa disfrazada de suerte

La chinguia, trampa disfrazada de suerte
Apuestas en casinos. Tomada de pixabay.com

Ningún discurso moral basta para describir la vileza de quienes, desde cargos políticos o posiciones empresariales, venden a las personas de su país al mejor postor y abren de par en par las puertas a los juegos de suerte y azar, para que una industria sin alma explote a la gente humilde. Esos funcionarios y empresarios sin escrúpulos, impulsados por sobornos y comisiones, convierten en política pública una máquina de despojo que promete “salvar” a familias en apuros y solo les entrega ruina y adicción.

Quien promueve esos intereses, movido por dinero manchado, no solo traiciona a su país, sino que condena a las familias humildes a la ilusión del milagro y a la pérdida segura. Es el verdugo moral de su propio pueblo: un cómplice del infortunio que llama “suerte” a la miseria ajena, el rostro más ruin de la corrupción.

Veamos tres ejemplos emblemáticos de que, por muchos millones que una persona tenga, no está inmune al riesgo de la adicción al juego. Terrance Watanabe, empresario estadounidense heredero de un negocio de suministros para fiestas, tras vender su participación se convirtió en jugador high roller (de apuestas extremadamente altas) en casinos de Las Vegas y, en 2007, perdió aproximadamente 127 millones de dólares en solo un año, con apuestas acumuladas estimadas en unos 825 millones.

Otro ejemplo es Archie Karas, nacido en Grecia, que llegó a ganar hasta 40 millones de dólares entre 1992 y 1995. En una sola noche perdió 11 millones en una mesa de dados y, en apenas tres semanas, acumuló pérdidas por 30 millones. También está la historia de Akio Kashiwagi, magnate inmobiliario japonés y jugador miembro de la élite de apostadores internacionales, con líneas de crédito millonarias. Jugaba manos de hasta 100 mil dólares, pero en cuestión de meses su suerte cambió, convirtiéndose en una deuda impagable de al menos 19 millones.

Estas historias de fortunas descomunales desaparecidas nos enseñan que nadie, por grande que sea su bolsillo, está blindado ante la voracidad del juego ni ante la corrupción que lo promueve. Si esos magnates fueron devorados por la ilusión del “golpe de suerte”, ¿qué esperanza queda para el funcionario, el jubilado, el obrero, la ama de casa o el enfermo que entra a cualquier clase de chinguia con la última esperanza de salir del apuro?

Bajo luces brillantes, bebidas gratis, comida y promesas de riqueza inmediata, el negocio de suerte y azar opera con una lógica implacable: maximizar la permanencia del jugador y, con ello, su extracción de valor.

Las cifras confirman un mercado en expansión. Entre enero y octubre de 2024, las apuestas brutas alcanzaron aproximadamente B/. 2,107.6 millones, un 13.1% más que en 2023. Solo las máquinas tragamonedas absorbieron cerca de B/. 1,677.5 millones en ese periodo, mientras que el juego por internet reportó alrededor de B/. 274.4 millones, según la Contraloría General (INEC).

El Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), a través de la Junta de Control de Juegos (JCJ), publica series de apuestas, premios e ingresos por operadores entre 2019 y 2023, evidenciando la recuperación pospandemia y el peso fiscal del sector. En 2024 se informó además un incremento significativo de los aportes de la JCJ al Tesoro Nacional.

Los juegos de suerte y azar —tragamonedas, ruleta, blackjack, apuestas deportivas y telemáticas— están diseñados con un margen matemático a favor del operador (house edge). Este margen, sumado a la alta frecuencia de juego y a los patrones de refuerzo intermitente, convierte las ganancias esporádicas en el anzuelo que sostiene pérdidas acumuladas a lo largo del tiempo.

El Ministerio de Salud reconoce la ludopatía como una adicción y reporta atención ambulatoria y hospitalaria a través del Instituto de Salud Mental, con disponibilidad de líneas de ayuda. Autoridades de salud han advertido que semanalmente se atienden de dos a tres hasta doce casos en picos de demanda, y que en Azuero se han estimado miles de personas afectadas.

La evidencia local incluye estudios universitarios. En la región de Azuero se detectaron tasas de “jugadores problema” y “ludópatas” en encuestas poblacionales; más recientemente, investigaciones en población estudiantil en Panamá confirman la preocupación por la prevalencia y los riesgos conductuales asociados. Estos hallazgos son coherentes con la experiencia clínica y subrayan la necesidad de prevención específica.

Conviene recordar que, durante el gobierno liderado por el general Omar Torrijos Herrera, se establecieron restricciones explícitas para que las personas de escasos recursos, jubilados y empleados públicos no pudieran ingresar a los casinos. Aquella política reflejaba un enfoque ético-preventivo: proteger el salario familiar y evitar que el Estado, a través de sus servidores, participara en actividades consideradas de riesgo moral y financiero. Con la liberalización posterior, dichas limitaciones se fueron relajando, dando paso al modelo comercial vigente.

El dilema central es distributivo: gran parte de las pérdidas proviene de hogares de ingresos medios y bajos, donde el impacto marginal de cada balboa perdido es mayor. Si bien los ingresos fiscales son relevantes, la política pública debería internalizar los costos sanitarios y familiares.

El juego de suerte y azar prospera al convertir la esperanza en flujo de caja. En Panamá, los datos muestran un sector dinámico y creciente que florece donde menos se espera: entre fondas, paradas de buses y barrios humildes. La regulación existe, pero enfrenta los retos de una industria que se digitaliza con rapidez, como un organismo mutante que aprende a sobrevivir en cada resquicio, extendiendo su influencia donde la esperanza se vuelve vulnerabilidad.

Nombrar el problema —la chinguia, trampa disfrazada de suerte— es el primer paso. El segundo es alinear incentivos, aplicar una estricta fiscalidad y fortalecer la salud pública, para que la suerte de pocos no sea la ruina silenciosa que se multiplica disfrazada de entretenimiento, pero alimentada por la necesidad y la ilusión ajena de muchos.

El autor es auditor forense y examinador de fraude autorizado.


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