Durante las últimas semanas, el tema del internado médico ha ocupado un lugar recurrente en los medios. No es para menos: cientos de jóvenes médicos quedaron fuera de las plazas disponibles, y la frustración se entiende. Después de seis o siete años de carrera, ¿cómo no indignarse cuando te dicen que no hay espacio para cumplir con el requisito que te permite ejercer la profesión?
El argumento más repetido es claro: el internado es obligatorio, por lo tanto el Estado debe garantizarlo. Y sí, en teoría suena justo. Pero el problema es bastante más profundo que un simple tema de voluntad política o de presupuesto.
Primero, hay que recordar lo esencial: el internado no es solo un empleo, sino una etapa crucial del proceso de aprendizaje. El interno es un médico en formación, que trabaja bajo supervisión para afianzar los conocimientos adquiridos durante la carrera. No está ahí para “sacar trabajo” o para servir de relevo a los residentes ni mucho menos para llenar huecos en el sistema.
La ley panameña exige dos años de internado: el primero, generalmente en un hospital de alta complejidad (por lo general en la capital) y el segundo, en una instalación más pequeña, con menos recursos. Es un modelo que busca equilibrio entre formación técnica y experiencia práctica. El problema aparece cuando los números no cuadran: más graduados que plazas disponibles, y un presupuesto que no crece al ritmo de las promociones universitarias.
Cada año se gradúan cerca de 800 médicos entre universidades públicas y privadas. El sistema de salud no tiene capacidad para absorberlos a todos, ni por número de camas ni por presupuesto. Y aquí aparece el primer dilema: ¿debería el Estado limitar la cantidad de estudiantes admitidos en las universidades públicas? Si lo hiciera, crearía una desigualdad evidente frente a quienes pueden pagar una universidad privada. Pero si no se establecen controles, el embudo seguirá creciendo.
La asignación de plazas se hace en base a un examen estandarizado —el mismo que se aplica en otros países— y, en teoría, el orden de selección es simple: primero el que saca mejor nota. Pero en la práctica, han surgido promesas de prioridad para quienes quedaron fuera en convocatorias anteriores. Resultado: los nuevos egresados, con mejores calificaciones, reclaman que se les está desplazando. Y con razón.
El asunto, entonces, deja de ser un problema administrativo y se convierte en una crisis estructural. No hay suficientes hospitales, camas, ni tutores para absorber a todos los internos que el país produce cada año. Aumentar el presupuesto ayudaría, pero no resuelve lo esencial: el desbalance entre el número de médicos que formamos y el sistema de salud que tenemos.
Algunos proponen reducir el internado a un solo año, duplicando así el número de cupos. Pero eso equivaldría a acortar el tiempo de formación clínica de los futuros médicos. Otros sugieren involucrar a los hospitales privados, pero el impacto sería marginal pues el grueso de la formación médica sigue concentrado en el sistema público.
Mientras se discuten posibles soluciones, algo básico debería exigirse: transparencia académica. Sería saludable que el Ministerio de Salud publique los resultados del examen de certificación por universidad. Eso permitiría saber, sin especulaciones, qué instituciones están formando mejor a sus estudiantes. Al final, la calidad de los médicos que se gradúan, depende no solo del rigor de quien los enseña, sino también de lo exigente del proceso de admisión a la Facultad.
La crisis del internado no se resuelve con comunicados ni promesas. Requiere decisiones valientes: ajustar la matrícula universitaria a las necesidades reales del país, fortalecer la capacidad hospitalaria y, sobre todo, entender que formar médicos no es solo cuestión de cantidad, sino de calidad.
Porque detrás de cada joven frustrado que no consigue una plaza, hay también un sistema que hace años se quedó sin planificación. Y sin planificación, ni el mejor examen del mundo puede garantizar el futuro de la medicina panameña.
El autor es cardiólogo.


