No es frecuente encontrar en el cúmulo de los actos humanos prodigios tan bellos como complejos; sin embargo, Baruch Spinoza (1632-1677) logra erigir, solo con la razón, el equivalente a una gran pirámide. En esta monumental obra, cada ladrillo es un razonamiento y, a la vez, una afirmación de la vida. Cual arquitecto, esboza en su libro el orden en que debe entenderse todo aquello que está en Dios —que es todo lo que existe, pero a lo cual no está limitado—.
En su pensamiento, Dios es el conjunto de todos los conjuntos, el infinito que contiene todos los infinitos. Pero Spinoza no es solo arquitecto: también es obrero. En cada ladrillo de esta maravilla universal dispone un razonamiento lógico cuya solidez le permite alcanzar cumbres que los lectores de su tiempo estaban lejos de contemplar.
La Ética demostrada según el orden geométrico nos guía, cual hilo de Ariadna, por los escabrosos laberintos del entendimiento. Niega la existencia de lo bueno y lo malo, de lo perfecto o imperfecto, pero a su vez afirma —con potencia y corazón— la existencia de Dios. ¿Contradictorio? No tanto. El Dios de Spinoza no está interesado en las calificaciones rotas que los hombres dan a aquello que afecta su entendimiento.
Tal inclinación no es casual. Como esboza en su Tratado de la reforma del entendimiento: “Después de que la experiencia me enseñó que todas las cosas que ocurren frecuentemente en la vida ordinaria son vanas y fútiles; cuando vi que todas las cosas de las que recelaba y las que temía no contenían en sí nada de bueno ni de malo, sino en la medida en que el ánimo era movido por ellas, tomé al fin la decisión de investigar si existía algo que fuese un bien verdadero […] si existía algo con cuyo descubrimiento y adquisición yo gozara eternamente de una continua y suprema alegría”.
Spinoza comprende que nuestras afecciones poco o nada tienen que ver con la verdad. Esta noción de las cosas que nos pasan —con ecos del estoicismo— nos obliga a hacernos responsables de nuestros actos y a dejar de excusarnos en los sentimientos, las pasiones y demás caprichos románticos.
En Los afectos, esclarece uno a uno aquellos rincones del alma humana. Arroja luz no sobre su papel, sino sobre su construcción, pues para Spinoza el entendimiento de las cosas es el fundamento del verdadero conocimiento. Su estructura explicativa de las emociones, el tratamiento que da a los sentimientos como si fueran cuerpos geométricos y su particular identificación de los dos antagonistas —la alegría y la tristeza—, de los que deriva toda la diversidad de sensaciones e impresiones que experimentamos, lo posicionan como un adelantado no solo de la filosofía, sino también de la psicología y de la neurociencia, como explica Antonio Damasio en su libro En busca de Spinoza.
El funcionamiento de los afectos en Spinoza tiene una explicación cuya complejidad excede los límites de este texto, pero que, como dije al inicio, es tan compleja como bella. No se trata de concebir de dónde provienen las impresiones que llegan a nosotros por el alma o la extensión —mente y cuerpo—, las vías por las que conocemos los atributos de Dios a nuestro alcance, sino de guiarnos para orientar nuestra brújula ética hacia él.
No se complace en entender: busca conocer adecuadamente la manera de guiar la vida lejos de lo que llama la servidumbre humana, que no es otra cosa que la tiranía de las pasiones. Spinoza busca dar sentido a la libertad humana, y en ello no hay nada más cercano a Dios que el ejercicio de la razón en la búsqueda de lo correcto.
Ahora entiendo con claridad el sentido de aquella frase lapidaria que en mi casa se repetía con frecuencia:
“Estudia o serás, cuando crezcas, el juguete más vil de las pasiones”.
El autor es consultor en temas legales, parlamentarios y políticos.


