Sabemos que la educación es un factor de movilidad social ascendente, donde educar o invertir en educación puede parecer, en ocasiones, un acto de fe por el bajo metraje político que genera en el corto plazo. A pesar de ser el sector estratégico de mayor impacto para el desarrollo nacional, en la última década sigue nominado al Grammy como la estrella más brillante del firmamento panameño; y entre mesas de diálogo, nominaciones y polvo estelar, la fórmula para recibir la anhelada estatuilla dorada sigue siendo, como en Tunguska, Siberia, un misterio aún no resuelto.
Independientemente de la crítica política, y ya en un tono más esperanzador como en Los miserables de Víctor Hugo —quien defendía la idea de que, aun en medio de la adversidad, los humanos podemos proyectarnos hacia un futuro mejor—, cuando hablamos de la meta común de ser y estar educados, existe una fuerza más grande que solo habilitar instalaciones, acreditar programas o modernizar currículos. Esa fuerza otorga poder a un agente clave del sistema educativo al que, en mi opinión, siempre debemos apostarle a ganador: la formación docente.

Más de 150 años han transcurrido desde que Manuel José Hurtado, padre de la educación en nuestro país, reconociera el valor de la formación docente e institucionalizara la enseñanza pública (Escuela Normal de Varones, 1872, y Escuela Normal de Señoritas, 1898). Hoy existen modernos desafíos que debemos enfrentar. El primero es la necesidad de iniciar un proceso de recambio —entradas y salidas— en el sistema educativo. Las instituciones requieren al menos un 3.5% de rotación anual de su personal para oxigenar los sistemas; por debajo de esta rotación, no importa si es privado o público, la tendencia a la ortodoxia en sus procesos es elevada.
La segunda condición es acelerar la curva de aprendizaje formando al docente, no educándolo bancariamente, como decía Paulo Freire en Pedagogía del oprimido, sino promoviendo la formación a nivel superior, enfatizando el liderazgo educativo, de manera que el proceso pedagógico deje de ser mecánico y permita al docente poner a disposición sus recursos internos como eje clave de su proceso de enseñanza-aprendizaje, en una relación dialógica donde maestro y estudiante construyen conocimiento útil e innovador. Indudablemente, el valor de la experiencia se aprecia, pero hay que establecer nuevos puentes de conocimiento.
El tercer requisito o condición es la voluntad política para hacerlo… o hacerlo. Según el Informe de Seguimiento de la Educación en el Mundo 2025 (UNESCO), el 42% de los países de América Latina carecen de políticas sobre liderazgo educativo. Entonces, el docente, quien lidera la relación con el estudiante, no solo debe conocer; también debe ser competente para entregar razones que permitan valorar el conocimiento, despertando curiosidad científica, amor propio y amor por la vida. Esa magia ocurre cuando pone a disposición del aula todos sus recursos internos: la grandeza de quienes son como personas y no solo lo que estudiaron como profesionales.
En Panamá, cuando ocurren cambios sutiles que sugieren el inicio de una transformación en el modelo educativo, como invertir recursos financieros en la formación docente, eruditos mediáticos dirán que esta intervención es necesaria pero insuficiente. Y se pierde de vista que nadie tiene la propiedad de la varita mágica de Merlín, porque todo gran proyecto inicia con un pequeño paso, en una suerte de Pareto donde el 20% de formación docente podría resolver el 80% de las necesidades dentro del ecosistema educativo, si al frente contamos con un verdadero líder.
Ya superando las trasnochadas discusiones de si el líder nace o se hace, investigaciones modernas (Goleman, Sternberg) destacan que la inteligencia emocional, la creatividad y la sabiduría son competencias que se desarrollan: el 70% se adquiere mediante formación, sugiriendo que solo el 30% es innato. La sana crítica, en su sentido objetivo, siempre es útil porque nos ayuda a discernir mejor; pero también hay que reconocer que Panamá ha iniciado este tránsito, a través del Ministerio de Educación, por medio del programa Escuelas Líderes por Panamá. Más de 2,620 docentes en 2024 y, recientemente en 2025, 690 directores y supervisores regionales han sido parte de este proceso de transformación. Aquí, el Pareto cobra mayor sentido. Debo reconocer que quien no arriesga no gana.
Gianni Rodari, en su cuento El camino que no iba a ninguna parte, relata que había tres caminos: uno llevaba al mar, otro a la ciudad y el tercero, según todos, no iba a ninguna parte. Un niño curioso y obstinado, tanto que en el pueblo lo apodaban Martín el Testarudo, se armó de valor y recorrió el tercer camino, el que no iba a ninguna parte. El trayecto fue difícil: el bosque oscuro, el cansancio y las dudas lo acompañaron, hasta que al final encontró un castillo lleno de tesoros. Al regresar al pueblo con riquezas y contar su historia, otros intentaron seguirlo, pero el camino se cerró. Rodari concluye que ciertos tesoros existen únicamente para quienes recorren un camino nuevo por primera vez.
Si el paradigma está agotado, es hora de romperlo. Este es el poder transformador de un líder docente: aquel maestro que inspira en plenitud y pone la luz de la vida en el alma de la juventud.
Honor en su día.
El autor es doctor en ciencias, educación social y desarrollo humano y coordinador de la Memoria Histórica del Canal.



