La globalización y la pérdida del alma democrática
El siglo XX supuso el golpe definitivo para la democracia. Aunque la globalización prometía unir a los pueblos, su resultado ha sido la concentración de la riqueza en unas pocas manos, dejando a millones de personas atrapadas en la desigualdad. El ideal de una ciudadanía libre fue desplazado por la preeminencia del mercado y la obsesión por el consumo, lo que llevó a que la política se subordinara al dinero y la democracia perdiera su esencia.
Las ideologías y sus limitaciones históricas
Durante los siglos XIX y XX, ideologías como el liberalismo, el socialismo y el comunismo partieron de la premisa compartida de que el desarrollo económico traería bienestar social. Sin embargo, la experiencia histórica demostró que el crecimiento material, por sí solo, no garantiza ni justicia ni cohesión. A estas corrientes se suman hoy otras ideologías: los fundamentalismos religiosos en Oriente Medio que fusionan fe y poder; el modelo chino de partido único con doble sistema económico; y el modelo japonés, donde el capitalismo se equilibra mediante una profunda ética social. Estas tres visiones representan distintas formas de limitar la libertad en nombre del orden o la virtud, y merecen un análisis específico.
La traición de las ideologías al ser humano
Durante más de dos siglos se creyó que las ideologías bastaban para organizar el mundo, pero todas, a su modo, terminaron por traicionar al ser humano. El capitalismo, en sus versiones más deshumanizadas, transformó la libertad en codicia, mientras que el socialismo radical y el comunismo sacrificaron la iniciativa personal en nombre del control. Ambas posturas olvidaron que la política debe estar al servicio de la persona, y no del poder.
El ejemplo de Torrijos: una alternativa integradora
En Panamá, Omar Torrijos captó esta realidad cuando afirmó: “Ni con la izquierda ni con la derecha, con Panamá”. Aunque durante años se interpretó como una táctica diplomática para evitar el aislamiento en la lucha por el Canal, su significado era más profundo. Torrijos comprendió que las doctrinas tradicionales ya no respondían a las necesidades humanas y nacionales. Para él, el verdadero desafío no era escoger un bando, sino construir un proyecto común basado en la dignidad. Su nacionalismo fue integrador, devolviendo a la política su centro moral y sustituyendo los dogmas por justicia y sentido de pertenencia. Su pensamiento anticipó la necesidad actual de que la democracia trascienda el secuestro ideológico y se convierta en expresión de identidad, ética y comunidad.
El valor de las ideas y la advertencia de los pensadores
José Martí supo intuirlo: “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”. Sin embargo, las ideologías dejaron de ser ideas vivas para convertirse en muros. Tocqueville advirtió que las democracias perecen cuando los ciudadanos caen en la complacencia, y Hannah Arendt mostró cómo el mal prospera cuando la gente actúa sin juicio moral ni reflexión.
La crisis contemporánea: ausencia de valores y confusión social
El problema de nuestro tiempo no reside en la falta de sistemas, sino en la ausencia de valores. Las ideologías enseñaron a pertenecer, no a comprender, dividiendo a la sociedad entre “nosotros” y “ellos”, olvidando que la justicia y la verdad no tienen partido. La política se ha convertido en una competencia de narrativas, y no en búsqueda de soluciones genuinas.
Yuval Noah Harari advierte que el poder del siglo XXI ya no se ejerce con armas, sino con algoritmos. Sin pensamiento crítico, la libertad puede transformarse en una ilusión estadística. Vivimos rodeados de información, pero cada vez somos menos capaces de distinguir la verdad de la manipulación. Ha llegado el momento de imaginar una sociedad sin ideologías, pero con principios sólidos: donde el éxito se mida por el aporte, no por la acumulación; donde la riqueza, guiada por la conciencia social, sea motor de equidad y no de dominio; donde la educación forme ciudadanos críticos, no simples seguidores.
El futuro de la democracia: ética, humildad y propósito
La democracia no necesita nuevas banderas, sino ciudadanos éticos, dirigentes humildes y economías con un propósito humano. Si el trabajo recupera su sentido, el poder encuentra límites morales y el conocimiento vuelve a servir a la verdad, la política podrá redimirse.
La responsabilidad de cada generación y la esperanza
Quizá esta visión se perciba como romántica, pero lo romántico no está reñido con lo real. Durante siglos hemos cultivado el “sálvese quien pueda”, como si la felicidad ajena fuera obstáculo para la propia. El ser humano libra una lucha constante entre su parte solidaria y su parte egoísta. A veces triunfa una, a veces la otra, y hoy parece dominar la parte más fría y calculadora del alma humana. Sin embargo, no debemos claudicar.
Cada generación tiene el deber de reequilibrar esa balanza, situando la compasión por encima del miedo y el interés. En el fondo, la democracia no es solo un sistema de gobierno, sino una elección moral cotidiana: servir o servirse, construir o consumir. Y mientras esta elección siga viva, aún quedará esperanza.
El autor es neurocirujano y pensador social.


