La práctica histórica de las indulgencias en la Iglesia católica medieval se convirtió en una costumbre bien arraigada, ya que la corrupción era común en los altos cargos de la Iglesia de aquella época. El papa León X, por ejemplo, era miembro de la acaudalada familia de los Médici y repartió obispados entre sus parientes favoritos. Además, utilizó los tesoros del Vaticano para mantener su extravagante estilo de vida. Cuando se le acabó el dinero, recurrió a un novedoso sistema de recaudación de fondos: la venta del perdón de los pecados. Así nacieron las famosas indulgencias. Por una comisión, los familiares en duelo podían sacar del Purgatorio a un ser querido fallecido. A un precio justo, también podían ahorrar para sus propios pecados futuros.
En tiempos modernos, el escándalo de la descentralización paralela que vivimos en Panamá, por ejemplo, tendría un fuerte competidor en acaparar los titulares de los periódicos en el escándalo de las indulgencias de aquella época. Lo cierto es que esta aberrante práctica corrupta fue la causa principal de la denominada Reforma Protestante, iniciada por Martín Lutero en 1517, quien se atrevió a denunciar esta costumbre, argumentando que el perdón debe ser por gracia y arrepentimiento, no por compra. Hoy día, las indulgencias todavía existen como remisión de penas, pero mediante actos piadosos, y el perdón genuino es gratuito a través de la confesión y la gracia divina.
El diezmo es otra práctica que aún persiste en tiempos modernos en la inmensa mayoría de congregaciones religiosas de diferentes denominaciones en todo el mundo, y cuyo origen se remonta a la denominada Ley Mosaica, establecida en los primeros cinco libros del Antiguo Testamento de la Biblia. En hebreo, diezmo significa literalmente “una décima parte”, por lo que de ahí proviene la idea de diezmar el primer diez por ciento del salario de cada feligrés.
En tiempos bíblicos, el sentido de esta práctica obligatoria, similar a un impuesto, era financiar a los levitas y sacerdotes que no tenían tierras. Fue una ley establecida para los israelitas. Incluso Abraham la practicó (Génesis 14). Con el paso del tiempo, esta práctica ha continuado imperturbable hasta nuestros días. Los denominados pastores de las congregaciones religiosas modernas basan su sustento personal y familiar en el cobro del diezmo a sus feligreses. Incluso algunos ofrecen el servicio delivery, realizando estos cobros a domicilio mediante la entrega de los ya famosos sobrecitos amarillos.
No obstante, en el Nuevo Testamento, el cristianismo no está amparado por la Ley Mosaica, por lo que la práctica del diezmo no es un mandamiento de estricto cumplimiento. Por tal razón, las ofrendas durante la celebración de la Eucaristía han venido a reemplazar el diezmo en lo tocante a la Iglesia católica.
En lo que a mí corresponde, creo en Dios con toda mi alma, pero a la manera, por ejemplo, de monseñor Rómulo Emiliani, ese santo varón que, siendo obispo de Darién, y antes de ser expatriado —por la propia jerarquía de la Iglesia católica panameña—, dijo, y hago propias sus palabras para terminar este escrito:
“…Perdonen, pero no creo en el Dios traganíquel que bendice copiosamente al que más limosna da en el templo, o en el Dios que se complace con la sumisión, los cánticos y el incienso. Creo en Dios, que es más grande que el universo y no necesita de viejas ni de nuevas ceremonias para saber que Él es el que es.
Creo en un Dios que se complace contemplando la belleza de un niño dormido en un cartón, en el piso de tierra de una casa de quincha, y que le recuerda a su Jesús nacido en Belén. Creo en el Dios que se goza con la fe sencilla de los sufridos de siempre y camina con ellos todos los días buscando empleo.
Creo en un Dios de ternura y consuelo que busca al pecador y no descansa hasta tenerlo de vuelta a casa. Creo en un Dios de compasión que recibe al que lo ofendió y lo acurruca en su corazón, y manda a preparar fiesta en el cielo por su conversión. Creo en un Dios que no engaña y que quiere que conozcamos a su hijo Jesucristo a través de nosotros mismos, en los demás, sobre todo en los pobres, cuyo espíritu está presente en todas las culturas, maneras de pensar y en la propia naturaleza.
Creo en un Dios que vive y reina en los desposeídos y que sitúa su reino en los hombres y mujeres de buena voluntad. Creo en un Dios que se pasea por el jardín de nuestros corazones y se complace viendo las flores de la humildad, generosidad, gratitud, honestidad y compasión. El Dios en quien creo sufre de manera misteriosa, pero real, mientras sigue la pasión del mundo y actúa en la historia para liberarnos de todo mal, y nos da fuerzas para enfrentar con valentía a quienes se disfrazan de santos para satisfacer su ego.
Creo en el Dios crucificado que agoniza con los moribundos de nuestros hospitales y que está en las cárceles esperando la visita que nunca llega. Creo en un Dios que está aquí y en muchas partes donde no nos atrevemos a acercarnos por miedo, por asco o por comodidad. Perdonen, pero en ese Dios creo yo…”
El autor es escritor y pintor.


