En su conferencia semanal, el presidente José Raúl Mulino volvió a encender las alarmas —y, de paso, algunas susceptibilidades— al cuestionar abiertamente el desempeño del sistema bancario panameño frente al movimiento de dinero ilícito. Lo hizo con un tono crítico que no es nuevo, pero que cada vez revela más detalles incómodos: mientras al ciudadano común le exigen justificar hasta el último dólar, grandes sumas provenientes de actividades dudosas parecen deslizarse con sorprendente fluidez por los canales financieros formales.
El contralor Anel Flores reforzó la idea con declaraciones igual de contundentes: funcionarios del gobierno anterior moviendo dinero mediante tarjetas prepagadas, esquemas de leasing y otros mecanismos diseñados, en teoría, para operaciones legítimas. Ambos coinciden en algo: la banca es un protagonista —voluntario o involuntario— en la circulación de fondos que nadie puede explicar con solvencia moral ni contable.
Y aquí es donde surge la contradicción que amerita mirarse con lupa. Porque si los procedimientos bancarios habituales se aplican como corresponde, resulta difícil imaginar cómo un ciudadano con un saldo discreto —digamos, 35 dólares con 35 centavos— podría, de la noche a la mañana, empezar a mover miles o millones sin que se prendan todas las alarmas internas. Los bancos operan con límites estrictos: depósitos pequeños fluyen por cajeros o ventanilla sin contratiempos, pero una operación de un millón de dólares exige presencia física, documentación probatoria, verificación de origen de fondos y la intervención de personal autorizado. No es una sugerencia: es norma.
Si ese marco operativo se cumple, entonces la pregunta inevitable es otra: ¿en qué punto del camino se extravió la vigilancia? ¿Fue un oficial de cumplimiento que prefirió no ver? ¿Una entidad que optó por guardar silencio? ¿O, simplemente, un sistema que aprendió a convivir con prácticas que contradicen su propio discurso de rigor?
La anécdota del presidente —un cheque por la venta de un toro que solo pudo cambiar tras presentar tres años de declaraciones de renta— ilustra el contraste. Mientras él debía justificar 1,350 dólares, alguien más movía 38 millones firmando cada cierto tiempo, como si nada. La ironía, por supuesto, no es gratuita.
La Asociación Bancaria de Panamá responde que los bancos “hacen lo imposible” por prevenir el blanqueo y que, en muchos casos, son “víctimas del abuso” de quienes buscan colar dinero sucio en el sistema. Añaden que ningún control es infalible y que la banca no puede convertirse en juez. Tienen razón en la teoría: no les corresponde condenar, pero sí alertar. Y según cifras recientes, la mayoría de los Reportes de Operaciones Sospechosas provienen precisamente de los bancos. Un punto a su favor.
Pero la distancia entre la normativa y lo que parece ocurrir en la práctica sigue siendo demasiado amplia para ignorarla. Porque, aunque la banca asegure que los controles existen, la percepción ciudadana —y ahora también la presidencial— es que no todos transitan por las mismas reglas. Y cuando la sospecha se instala, el sistema entero pierde legitimidad.
La reflexión central, expresada con dureza por el propio Ejecutivo, es que el país no puede darse el lujo de permitir que algunos hagan y otros dejen hacer. No se trata solo de un problema de seguridad o de reputación internacional; se trata de la integridad del sistema financiero que sostiene la vida económica del país.
Si los controles sobran para quienes pagan impuestos y faltan para quienes saquean al Estado, entonces la pregunta final no la hace la ciudadanía, sino la realidad misma: si todo pasa ante las narices del sistema y nadie parece enterarse… ¿quién podrá defendernos?
El autor es administrador industrial.


