Exclusivo Suscriptores

Celebramos lo ajeno y subestimamos lo propio

En Panamá existe un fenómeno que no aparece en los estudios económicos, pero que define nuestra identidad tanto como el Canal: la desconfianza hacia lo que nace aquí. No necesitamos enemigos externos; nos basta a nosotros mismos para criticar, minimizar o ridiculizar cualquier iniciativa de otro panameño. El talento local rara vez se celebra; más bien se examina. El logro genera sospecha, y la pregunta automática no es “¿qué logró?”, sino “¿y este quién se cree?”. Y lo peor: lo hacemos con naturalidad, como si fuera parte del clima.

Lo que viene de afuera —sin importar su origen— parece automáticamente más serio, más valioso y más digno de atención. Si suena extranjero, se respeta; si suena local, se regatea. Panamá no solo importa mercancía: importa autoestima, certificación y criterio. Es un colonialismo emocional que ya no necesita banderas, solo etiquetas.

Este patrón tiene raíces históricas. Desde la separación de Colombia en 1903 y la construcción del Canal, con décadas de influencia directa de Estados Unidos en la economía y la política, se consolidó la idea de que lo extranjero era más confiable y que lo local necesitaba validación externa para ser tomado en serio. Esa mentalidad se reforzó con la globalización y la llegada masiva de productos, estilos y referencias internacionales, creando un círculo donde innovar o aspirar a liderar se percibía como arriesgado. Mientras tanto, muchos extranjeros logran avanzar con disciplina y constancia, sin estar atrapados en la cultura del cinismo o la burla que caracteriza a ciertos sectores de la sociedad panameña.

Este reflejo se cuela incluso en lo cotidiano. Preferimos el café importado, aunque nuestro grano tenga más cuerpo que el último chisme viral. Nos asombramos de que un yogurt extranjero sepa “exquisito”, pero criticamos la textura de un queso de la señora de la esquina, que lleva décadas perfeccionando su receta. Miramos con recelo la tortilla de maíz local: “muy casera, ¿no?”, como si necesitara permiso de alguien más para ser digna de un desayuno. Celebramos un mango local solo si Instagram lo etiqueta con acento extranjero: de repente, ya es orgullo nacional.

En política, economía y sociedad se repite la misma dinámica. Muchos talentos locales dudan en aspirar a puestos de liderazgo por miedo a la crítica o la burla; emprendedores ven cómo sus ideas son ignoradas mientras proyectos extranjeros reciben contratos, inversión y visibilidad inmediata; y el “juega vivo” panameño frena la innovación, bloquea oportunidades y privilegia el beneficio propio. Como resultado, se normaliza la mediocridad, se refuerza la subordinación sobre la meritocracia y se perpetúa la idea de que liderar no es para el panameño promedio. Muchos talentos terminan emigrando o renunciando a sus proyectos, mientras el país depende de extranjeros para avanzar, y los que podrían liderar desde dentro se desaniman antes de intentar.

La paradoja es clara: Panamá no carece de talento, sino de una cultura que lo sofoca. Nos convencimos de que desacreditar lo propio es realismo, confundiendo cinismo con inteligencia y desconfianza con madurez. Esto retrasa el progreso individual y colectivo, reduce la autoestima nacional y convierte la innovación en excepción.

La cura no es económica ni política, sino cultural. Primero, es necesario celebrar lo propio activamente, reconociendo talento, proyectos e ideas locales sin esperar aprobación extranjera. Segundo, liderazgo y mentoría: profesionales exitosos deben guiar y apoyar a otros locales, demostrando que es posible innovar y liderar desde Panamá, sin que el juega vivo frene la iniciativa. Tercero, fomentar la innovación y el riesgo calculado, creando espacios donde equivocarse no sea motivo de burla y estableciendo reglas que reduzcan la posibilidad de que otros se aprovechen del talento ajeno. Cuarto, cambiar la narrativa colectiva, enseñando desde la infancia a confiar en lo propio y a valorar los logros nacionales por mérito. Quinto, reconocer la contribución extranjera sin depender de ella, valorando su aporte como complemento, no como medida del éxito local. Y, muy importante, combatir la cultura del juega vivo, con transparencia y responsabilidad, para que la creatividad y la iniciativa florezcan sin ser bloqueadas o aprovechadas injustamente.

En síntesis, la cura implica un cambio de mentalidad colectiva: celebrar lo propio, apoyar la innovación, reducir la influencia del juega vivo y enseñar a las nuevas generaciones a confiar en su talento. Solo así Panamá podrá aprovechar plenamente sus recursos humanos y culturales, usando la validación externa como complemento, no como requisito para progresar. El día que un panameño vea a otro triunfar y no sienta la necesidad de disminuirlo, justificarlo o “ponerlo en su lugar”, la frase “orgullo nacional” dejará de ser un eslogan y se convertirá en posición cultural: reflejo de una sociedad que confía en sí misma, en su gente y en lo que produce.

La autora es profesora de filosofía.


LAS MÁS LEÍDAS

  • Las tres fincas cauteladas a Gaby Carrizo tienen un valor de $1,500. Leer más
  • El directivo de la ACP y exconsultor del cuarto puente, Jorge González, vuelve a plantar a la Asamblea Nacional. Leer más
  • Errores en el himno nacional. Leer más
  • Thomas Christiansen anuncia los convocados para el cierre de la eliminatoria; Negrito Quintero es la gran novedad. Leer más
  • Mitradel confirma que Cervecería Nacional presentó sustento de 260 despidos. Leer más
  • Ahora puedes recargar la tarjeta del metro y metrobus con Yappy desde la app A2-20. Leer más
  • Fiscalía desestima 4 querellas de Odila Castillo contra el periodista Rolando Rodríguez. Leer más