La reciente misión Shenzhou-20 de China dejó una advertencia que no podemos pasar por alto: la basura espacial ya no es un problema hipotético, sino un riesgo real que está afectando directamente a operaciones tripuladas. La tripulación no pudo regresar a la Tierra el 5 de noviembre, como estaba previsto, porque la cápsula sufrió el impacto de un fragmento diminuto que provocó grietas en una de sus ventanas. Aunque los astronautas regresaron sanos y salvos días después en una nave alternativa, el incidente debe preocuparnos: el entorno orbital se está volviendo cada vez más peligroso.
El fragmento que dañó la cápsula era tan pequeño que no podía ser monitoreado desde tierra. Esto demuestra que incluso los objetos invisibles para los sistemas de seguimiento representan una amenaza significativa. Y no estamos hablando de un caso aislado. Hoy orbitan más de 30 mil objetos grandes monitoreados, junto con cientos de miles de fragmentos más pequeños —algunos de apenas milímetros— moviéndose a velocidades superiores a los 28 mil kilómetros por hora. A esa velocidad, una simple partícula de pintura puede perforar un satélite o comprometer una misión entera.
Esta situación nos acerca a un escenario que la comunidad científica conoce desde hace décadas: el síndrome de Kessler. Propuesto por Donald J. Kessler en 1978, plantea que si la cantidad de objetos en órbita supera cierto umbral, empezarán a producirse colisiones que generen aún más fragmentos, creando un efecto en cascada. El resultado sería una órbita baja tan contaminada que dificultaría, o incluso impediría, lanzar cohetes, operar satélites o realizar misiones tripuladas con seguridad.
Durante años se pensó que este escenario era remoto. Sin embargo, el incidente de la Shenzhou-20 muestra que estamos entrando en una zona de riesgo creciente. La órbita terrestre baja está más congestionada que nunca: no solo por agencias espaciales, sino por empresas privadas que despliegan constelaciones masivas de satélites para servicios de comunicación. Esto tiene beneficios evidentes, pero también incrementa el riesgo de colisiones y la generación de nuevos desechos.
Lo preocupante es la falta de mecanismos internacionales de regulación que mantengan el espacio seguro. No existe un marco global vinculante que obligue a los operadores a desorbitar satélites al final de su vida útil. Tampoco hay un sistema de responsabilidades que determine quién debe encargarse de retirar objetos inactivos o fragmentados. Mientras tanto, el ritmo de lanzamientos sigue aumentando.
Hoy dependemos de los satélites para comunicarnos, navegar, monitorear el clima, estudiar la Tierra y realizar investigaciones científicas. Un incidente grave en la órbita baja podría afectar servicios esenciales o poner en peligro la vida de astronautas de cualquier país. La conferencia reciente de la agencia espacial china, al confirmar las grietas en la cápsula dañada, subraya que la amenaza ya está tocando las puertas de los programas tripulados.
Si queremos evitar un futuro en el que el acceso al espacio sea demasiado riesgoso o incluso inviable, necesitamos actuar con urgencia. Es indispensable establecer normas internacionales obligatorias, limitar lanzamientos sin planes de mitigación, promover tecnologías de limpieza orbital y fortalecer la vigilancia global. La cooperación entre países y empresas debe convertirse en un elemento central, no en una opción.
La órbita terrestre es un recurso compartido. No podemos seguir tratándola como un basurero invisible. Hoy fue una cápsula china. Mañana podría ser un satélite meteorológico, un sistema de comunicaciones o una misión científica. El tiempo para actuar es ahora.
El autor es profesor de universitario e investigador en Física, Astronomía, Astrofísica y Ciencias Espaciales.


